Aspectos Constitucionales en el Peru en torno a la vacunación contra la COVID-19

Aspectos Constitucionales en el Peru en torno a la vacunación contra la COVID-19

El pasado domingo 14 de noviembre de 2021, se publicó en el diario oficial El Peruano el Decreto Supremo n.º 168-2021-PCM (en lo sucesivo, el decreto 168), emitido por el presidente de la república.
En virtud de este documento, todos los peruanos de cierta edad seremos forzados a inocular en nuestro organismo una sustancia en etapa experimental con efectos a futuro desconocidos, riesgosos y de eficacia incierta. Y aunque haya quienes estén de acuerdo con ello e incluso piensen que es un melindre oponerse, lo cierto es que tal disposición constituye un atentado contra la humanidad, y debemos agotar todos los medios a nuestro alcance para inaplicarla, derogarla o suspenderla según la posición y las facultades de cada quien, pero no por un capricho mío, sino porque es nuestro deber cívico y moral hacerlo.
El reconocimiento y positivización de los derechos fundamentales de la persona son uno de los máximos logros de la humanidad, y debemos aferrarnos a ellos, en teoría y práctica, so pena de desmoronarnos como sociedad para caer en los abismos de la barbarie y el horror. Los derechos fundamentales son el marco de validez de toda acción, pública o privada, por lo que comparto la idea de que incluso insuflan sentido y contenido a la democracia, habida cuenta de que constituyen esas cuotas de poder que son de todos, que no se pierden ni se ceden con el voto, y que ni siquiera por mayoría se pueden suprimir, a riesgo de volverse todo una tiranía de esa mayoría contra la minoría.
Al no perderse con el voto, representan un límite para el ejercicio del poder político, y al permanecer en respaldo de las minorías incluso a despecho de las mayorías, también limitan a estas en el ejercicio de sus poderes fundamentales a efecto de que solo sea admisible ejercerlos en armonía con el derecho de los demás. Aun si se pretende obligar a la vacunación, ¿no es invocando valores fundamentales como la salud y el bienestar general? Pero el fin no justifica los medios, al menos no en un estado de derecho dentro del cual, precisamente, se arguyen aquellos valores para justificar la medida.
Si somos coherentes con nosotros mismos y con el marco de esa pretendida justificación, nos vemos compelidos a someter aquella medida (la vacunación masiva) a un análisis crítico de su validez y armonía con el resto de valores que también importan y son asimismo obligatorios; y si además somos honestos, caeremos en la convicción de que la medida es inexorable e irremediablemente inconstitucional.
Si las líneas que siguen logran mostrarles esto que dije, les invoco a cumplir el deber que el artículo 44 de la Constitución les impuso desde el primer momento que asumieron funciones públicas y formaron parte del Estado:
«Son deberes primordiales del Estado: defender la soberanía nacional; garantizar la plena vigencia de los derechos humanos; proteger a la población de las amenazas contra su seguridad; y promover el bienestar general que se fundamenta en la justicia y en el desarrollo integral y equilibrado de la Nación». (Énfasis agregado).
Pues bien, empecemos con la exposición, y lo primero que hay que hacer es tener claros los conceptos. Cualquier medida cuya ejecución vuelva gravosa la condición de no-vacunado, (i) sea a través de propiciar tratos diferentes entre vacunados y no-vacunados, en perjuicio de estos, (ii) o poniendo a los no-vacunados en la disyuntiva entre vacunarse contra la COVID-19 o padecer restricciones en el ejercicio de sus derechos o en el acceso a bienes y servicios de cualquier índole, constituye vacunación forzada.
Normalmente se piensa que con la expresión vacunación forzada se alude a la inmunización obligatoria y por fuerza física, pero este es solo un extremo de lo que cae en el concepto, sin ser lo único. Existen miles de situaciones que constituyen forzamiento sin involucrar la presión física ni la vinculatoriedad normativa, como el evidente caso de quien pone a una persona en la disyuntiva entre acceder a proposiciones deshonestas o perder algo que dicha persona querría más que el rechazo a tales proposiciones. En tales contextos, lo que se hace es forzar la moral de una persona para obtener de ella una conducta que en todo caso debería obtenerse por su libre voluntad. Escudarse tras la sola exteriorización de una aparente elección no solo es deshonesto, sino que no tiene valor eximente de responsabilidad jurídica.
Pensemos en el decreto 168. Parte del mensaje es que si no se está vacunado con las dos dosis, uno será impedido de ingresar a lugares abiertos al público, de acceder a bienes y servicios, de trabajar libremente, en fin, será excluido de participar en ciertos aspectos de la vida social, condenándolo al ostracismo y restringiendo sus derechos4. Todo aquello ¿no es forzamiento moral? 5 Por supuesto que sí. Entonces, como el decreto 168 cae en la categoría de lo que vuelve gravosa la condición de no-vacunado, la medida que se analizará en este documento es la vacunación forzada.
Como sabemos, ni los derechos son absolutos6 ni las acciones son totalmente inocuas, en el sentido de que siempre hay algún derecho o interés al que se podrían oponer o al que de hecho se opongan. Y para resolver este tipo de conflictos entre, por ejemplo, los actos (normativos) del Estado y los intereses de algún sector de la población, y decantarse por hacer valer los intereses de estos7 o por ratificar la constitucionalidad de los actos de aquel, existe el llamado test de proporcionalidad, que, precisamente, permite determinar si una medida es o no constitucional.
Pues bien, una medida gubernamental es inconstitucional cuando (i) no persiga un fin constitucional, o (ii) no sea idónea para alcanzar el fin constitucional que persiga, o (iii) no sea necesaria, por existir otras vías también idóneas, pero menos lesivas de los derechos a los que se enfrente u oponga en el caso concreto tal medida, o (iv) no sea proporcional, es decir, cuando los beneficios de la medida sean menores que los perjuicios que fuere a acarrear su ejecución. Basta que la medida caiga en uno solo de estos supuestos para declararla contraria a la Constitución.
En ese contexto, ¿existe alguna norma de rango constitucional que aporte a la medida en cuestión una finalidad con la misma categoría? Sí que la hay: el artículo 10, incisos 1 y 2, literal c, del Protocolo de San Salvador (que forma parte del derecho peruano) dice textualmente:
Artículo 10
Derecho a la Salud
1. Toda persona tiene derecho a la salud, entendida como el disfrute del más alto nivel de bienestar físico, mental y social.
2. Con el fin de hacer efectivo el derecho a la salud, los Estados parte se comprometen a […] adoptar las siguientes medidas para garantizar este derecho:
[…]
c. la total inmunización contra las principales enfermedades infecciosas;
Así pues, si la finalidad del decreto 168 fuera alcanzar la total inmunización contra la COVID-19 (para garantizar la salud), es evidente que sí tendría una finalidad constitucional. Entonces, para ir concretizando el análisis, vamos a asumir que la finalidad de la medida es la inmunización contra la COVID-19 y la medida es la vacunación forzada.
Ahora, no menos importante que lo anterior es advertir, por lo pronto solo de forma enunciativa (pues su desarrollo tendrá lugar más adelante en la exposición), cuáles son los derechos que esta medida lesionaría, y se nos ocurre que, de los muchos que podemos nombrar, no más de cuatro son suficientes para probar nuestro punto: el derecho al consentimiento informado, el derecho a no ser obligado a participar en experimentación con seres humanos, el derecho a la paz y la tranquilidad y el derecho a la no discriminación.
Así pues, por un lado, la virtual medida de vacunación forzada estaría realmente orientada a la consecución de un fin constitucional, no obstante, por el otro, su configuración acarrearía la lesión de una retahíla de derechos también de corte constitucional. Empero, así como el solo cumplimiento del requisito de tener una finalidad constitucional no legitima per se a la medida, la simple alegación o incluso la constatación de la (potencial) lesión de derechos fundamentales con su implementación tampoco la deslegitima automáticamente. La medida aún tiene que ser cribada por el tamiz de los criterios de idoneidad, necesidad y proporcionalidad ya descritos en párrafos precedentes.
Empecemos, pues, inquiriendo sobre el primer criterio: la vacunación forzada ¿es idónea para alcanzar la inmunidad contra la COVID-19? Para responder a este interrogante, quizá sea necesario explicitar algunas nociones de biología involucradas en la inmunidad.
Todas las funciones celulares (y, en consecuencia, las de los tejidos y órganos que componen) dependen de un complejo sistema de mensajería electroquímica. De acuerdo con la clase de estímulo emitido y el tipo de célula que lo recibe, esta responde, entre otros, con alguno de los siguientes cambios: se mantiene viva o muere, se diferencia, se multiplica, degrada o sintetiza sustancias, las secreta (exocitosis), incorpora solutos o macromoléculas en su interior (endocitosis), se contrae, se moviliza, conduce estímulos eléctricos8, etc.
La acción de estimular a la célula desde el exterior se denomina inducción, y es mediada por una sustancia inductora, denominada ligando. La célula que produce el ligando se conoce como célula inductora, y, la que lo recibe, célula inducida o célula blanco. El ligando interactúa con la célula blanco (la que va a responder a la inducción) por medio de un receptor presente en esta. El receptor de la célula blanco es una proteína o un complejo proteico que, en contacto con el ligando, inicia una vía o cadena de señales cuyo último eslabón es, precisamente, la respuesta de la célula blanco al ligando.
En el sistema inmune, los ligandos son los antígenos (o más propiamente, los imunógenos), es decir, sustancias microbianas y no microbianas que pueden desencadenar aquella vía de señales en las células inmunitarias al entrar en contacto con sus receptores. En tal caso, el último eslabón de la cadena es la respuesta defensiva del sistema frente al antígeno por parte de estas células.
Cuando se aplica o suministra a un sujeto una vacuna, básicamente se está inoculando en su organismo uno o más antígenos provenientes de microorganismos frente a los cuales se pretende inmunizarlo, es decir, en el caso de las vacunas contra la COVID-19, al ser suministradas estas, exponen ante el sistema inmune el antígeno del SARS-CoV-2 para que el contacto del antígeno con los receptores de las células inmunitarias desencadene la vía de señales químicas que concluya en la respuesta defensiva del sistema frente al virus.
Ahora bien, ¿la sola interacción del antígeno con los receptores de la célula blanco es condición suficiente para que ocurra la respuesta defensiva completa? No. La presentación del antígeno es solo una de las condiciones necesarias, pero no es la condición suficiente para desarrollar inmunidad plena.
Por ejemplo, para la activación de los linfocitos T, es necesaria, además de la interacción con el antígeno, la interacción del linfocito con los llamados coestimuladores de las células dendríticas. Si acaso una persona que padece artritis reumatoide está siendo tratada con la proteína de fusión denominada CTLA-4-Ig, entonces tendrá la interacción de estos coestimuladores comprometida, pues ese tratamiento constituye un bloqueo terapéutico de los coestimuladores. Y no solo eso, sino que, si se presentan casos de inmunodeficiencia, congénita o adquirida, el solo ingreso de un antígeno al organismo no asegurará el desarrollo de la inmunidad requerida.
Si situamos los eventos en un esquema causal estratificado (por decirlo de otro modo, en una escalera de causas y efectos) donde en el rellano final esté la inmunidad, y en el anterior esté su causa, y así sucesivamente hacia abajo; tendríamos que en el penúltimo puesto estaría la conjunción de todas las condiciones bioquímicas necesarias para la producción de la inmunidad. Desde luego, la interacción del antígeno con los receptores de las células inmunitarias es una de esas condiciones necesarias y, por consiguiente, tendría que estar sobre dicho penúltimo rellano causal.
Pues bien, como estamos analizando la inmunización por medio de la presentación de antígenos al sistema inmune, vamos enfocarnos en las causas de esto para situarlas en los peldaños inferiores. Así, el ingreso del antígeno al organismo puede darse por no menos de dos vías, el ingreso directo del SARS.CoV-2 o la inoculación del epítopo (por medio de la vacuna). Estas dos vías causales estarían en el tercer peldaño (contando desde arriba hacia abajo). De nuevo, como nos estamos ocupando de su ingreso por medio de la vacuna, tenemos que limitar nuestro análisis a las causas de ello, y, situadas en el cuarto peldaño, estarían también no menos de dos de sus posibles causas, la vacunación voluntaria y la vacunación forzada (moral o física).
Ahora miremos el esquema completo, de arriba hacia abajo y viceversa. ¿Qué salta a la vista? Pues que entre la inmunidad y la medida bajo análisis (o sea, la vacunación forzada)18 hay una distancia causal notable; es decir, la materialización de la vacunación forzada no causaría inmunización por sí misma, podría no causar la vacunación incluso. Siendo estrictos, no es una medida idónea para alcanzar el fin constitucional de la inmunización. A lo sumo eleva las probabilidades de que aquello ocurra, pero nada más.
Pensemos en otro detalle que refuerza la convicción anterior: ¿qué porcentaje de la ciudadanía se vacunó voluntariamente hasta ahora? Al 18 de noviembre de 2021, según datos proporcionados por La República19, el 56.97 % de la población se vacunó. Implementar la vacunación forzada no es «arrear» a un minúsculo remanente minoritario. Hablamos de imponerse a más del 40 % de la ciudadanía. Según el INEI20, a junio de 2020 éramos 32 millones 626 mil 948 habitantes; el 40 % lo conforman 13 050 779 habitantes. ¿No podrían 13 millones de habitantes rebelarse y causar agitación social en vez de vacunarse? Esta posibilidad hace notar de mejor manera que la vacunación moralmente forzada ni siquiera es, en sí misma, una causa suficiente para la vacunación21, pues esto es contingente (puede ocurrir o incitar otras reacciones). Así que, como dije, esta no es una medida idónea para alcanzar el fin constitucional, solo debe ser considerada como algo que eleva las probabilidades de que la población se vacune, pero, como se trataría de una medida que no toma en cuenta los casos o las condiciones particulares (debiendo imponerse incluso a personas inmunodeprimidas, tampoco se asegura con ello la inmunidad, sino solo el haberse cometido un palmario abuso de autoridad.
Una nota probatoria adicional a la falta de idoneidad de la vacunación: me remito al contrato firmado entre el Perú y Pfizer (que se filtró en internet —y que es similar al caso de Colombia— a pesar de que se supone que se mantendría en secreto —no obstante el tremendo interés público en su transparencia—), que dice textualmente: «las partes reconocen que la [v]acuna se encuentra actualmente [segundo semestre de 2020] en la fase 2/3 de los ensayos clínicos y que, a pesar de los esfuerzos de los [p]roveedores en la investigación, desarrollo y fabricación, la [v]acuna podría no ser exitosa debido a desafíos o fallas técnicas, clínicas, regulatorias, de fabricación o de otro tipo». (Énfasis agregado).
Como nota final de este segmento, invito a pensar lo siguiente: a la pregunta de si la vacuna es idónea para generar inmunidad en quien la recibe y garantizar su salud o su vida solo caben dos respuestas; que sí es idónea o que no lo es. Pues bien, si no es idónea, el punto de su inconstitucionalidad queda probado, pero si sostenemos que sí es idónea, es decir, que sí vuelve inmune a quien la recibe, ¿cuál es el temor de que otros no se vacunen?, ¿no estarían protegidos y a merced a la idoneidad de la vacuna? El nivel de inmunidad no es directamente proporcional al número de vacunados, es, más bien, un proceso del propio organismo, totalmente independiente a las vacunaciones ajenas.
Así pues, como conclusión a este punto, es preciso desengañarse de esa idea intuitiva, pero falaz, de que al impulsar la vacunación forzada vamos a generar la masiva inmunidad de nuestra gente. Eso, como se vio, hay que descartarlo o, como mucho, tomarlo con pinzas. La demostración de la falta de idoneidad de esta medida para alcanzar el aludido fin constitucional es suficiente para declarar a la vacunación forzada como inconstitucional, sin embargo, proseguiré con su análisis bajo los demás criterios a efecto de zanjar definitivamente la discusión.
Permítaseme referirme ahora a la necesidad de una medida como la vacunación forzada24. Habíamos señalado, en consonancia, claro, con lo que se tiene dicho a nivel doctrinario (de teoría jurídica quiero decir) y jurisprudencial (pronunciamientos judiciales), que una medida es necesaria cuando no coexistía con ella una opción (otra medida alternativa) igualmente idónea, pero, al mismo tiempo, menos lesiva de los derechos involucrados en el caso concreto.
Pues bien, ¿existe alguna opción con esas características? No hay que perder de vista que la medida que estamos analizando no es idónea, pero eleva la probabilidad de ocurrencia de la inmunidad. Pues bien, existe una medida alternativa que hace eso mismo (elevar las probabilidades), a un menor costo, y aunque ninguna sea idónea, huelga el hecho de que ambas hagan lo mismo o tengan el mismo nivel de «idoneidad», pero que la medida alterna sea menos lesiva para que se pueda considerar lógicamente que la primera no es necesaria.
Si la medida que aquí se critica consiste en «volver onerosa» la condición de no-vacunado, o sea, en un análisis económico de la situación, «subirle el precio» a dicha condición (acarreando perjuicios a quienes no se vacunen), la opción menos lesiva sería «bajarle el precio» a la condición inversa, es decir, a la de estar vacunado, volverla deseable, siempre que ello no se logre perjudicando a los no-vacunados, ya que estaríamos en lo mismo.
Se trata pues de una inversión del criterio: en vez de perjudicar a los no-vacunados, se beneficiaría a los vacunados, y ello se lograría sin mermar a los primeros si, y solo si, tanto a los vacunados como a los no-vacunados se les permite tener el mismo nivel de goce y ejercicio de lo fundamental, circunscribiendo a lo estrictamente no-fundamental todos los beneficios adicionales a que accederían únicamente los vacunados. Entonces, en vez de forzar la moral, se «seduce» la moral, pero respetando a todos.
Una advertencia en este punto: hablamos de otra medida menos lesiva, no de una medida perfecta. Con señalar esta opción como una muestra o evidencia de la falta de necesidad de la primera no se asume la postura de que esta otra opción sea constitucional. Aún estamos en el segundo nivel de análisis, donde se busca la idoneidad y la necesidad concomitantes. Así que la existencia de esta otra opción no es sugerencia de ningún tipo hacia la materialización de la misma, ya que ello también sería inconstitucional, pero tal detalle no será motivo de desarrollo en esta epístola. Huelgue decir por ahora, que la vacunación forzada ni es idónea ni es necesaria.
Finalmente, escrutemos la medida con el cristal del criterio de proporcionalidad, el cual, si bien se entiende de varias maneras25, aquí será empleado para ponderar los beneficios y los perjuicios que su implementación acarrearía.
El asunto de los beneficios de la medida ya fue en buena cuenta analizado en los párrafos dedicados a la idoneidad, y habíamos concluido que el beneficio real de la medida solo consistiría en elevar las probabilidades de que ocurra la vacunación (pudiendo esta, a su vez, ser o no efectiva para desarrollar inmunidad adaptativa, con una probabilidad de éxito mayor que la medida misma, eso sí, pero no definitiva, pues no se considerarían los casos particulares de inmunodepresión, por ejemplo).
Eso, en un platillo de la balanza, y, en el otro, ¿qué se estaría afectando en el camino a su implementación? Enunciemos, en primer lugar, el derecho al consentimiento informado, que, precisamente, es parte del contenido del derecho a la salud también. Veámoslo en palabras de la Corte Interamericana de Derechos Humanos28. En primer lugar, identifiquemos su ubicación dentro del derecho a la salud:
«[E]ste Tribunal se ha referido a una serie de elementos esenciales e interrelacionados que deben satisfacerse en materia de salud. A saber: disponibilidad, accesibilidad, aceptabilidad y calidad».
[…]
«Respecto de la aceptabilidad, los establecimientos y servicios de salud deberán respetar la ética médica y los criterios culturalmente apropiados. Además, deberán incluir una perspectiva de género, así como de las condiciones del ciclo de vida del paciente. El paciente debe ser informado sobre su diagnóstico y tratamiento, y frente a ello respetar su voluntad […]».
Y, en relación a la ética del personal de salud como elemento que garantiza la aceptabilidad de la que se acaba de hablar, la Corte IDH se ha pronunciado del siguiente modo:
«Desde el punto de vista del derecho internacional, el consentimiento informado es una obligación que ha sido establecida en el desarrollo de los derechos humanos de los pacientes, el cual constituye no sólo una obligación ética sino también jurídica del personal de salud, quienes deben considerarlo como un elemento constitutivo de la experticia y buena práctica médica (lex artis) a fin de garantizar servicios de salud accesibles y aceptables»31.
En ese orden de ideas, vemos que, según el desarrollo jurisprudencial de la Corte IDH, el derecho al consentimiento informado es un estándar de la ética médica, la cual, a su turno, determina e informa la aceptabilidad de los servicios médicos que forman parte del derecho a la salud. Este derecho tiene el siguiente contenido propio:
«La Corte considera que el concepto del consentimiento informado consiste en una decisión previa de aceptar o someterse a un acto médico en sentido amplio, obtenida de manera libre, es decir[,] sin amenazas ni coerción, inducción o alicientes impropios, manifestada con posterioridad a la obtención de información adecuada, completa, fidedigna, comprensible y accesible, siempre que esta información haya sido realmente comprendida, lo que permitirá el consentimiento pleno del individuo.
El consentimiento informado es la decisión positiva de someterse a un acto médico, derivada de un proceso de decisión o elección previo, libre e informado, el cual constituye un mecanismo bidireccional de interacción en la relación médico-paciente, por medio del cual el paciente participa activamente en la toma de la decisión, alejándose con ello de la visión paternalista de la medicina, centrándose más bien, en la autonomía individual […]. Esta regla no sólo consiste en un acto de aceptación, sino en el resultado de un proceso en el cual deben cumplirse los siguientes elementos para que sea considerado válido, a saber, que sea previo, libre, pleno e informado. Todos estos elementos se encuentran interrelacionados, ya que no podrá haber un consentimiento libre y pleno si no ha sido adoptado luego de obtener y entender un cúmulo de información integral.
[…]
El segundo elemento [constitutivo del consentimiento] hace hincapié en el aspecto de la libertad de la manifestación del consentimiento. Así, la Corte considera que el consentimiento debe ser brindado de manera libre, voluntaria, autónoma, sin presiones de ningún tipo, sin utilizarlo como condición para el sometimiento a otros procedimientos o beneficios, sin coerciones, amenazas, o desinformación. Tampoco puede darse como resultado de actos del personal de salud que induzcan al individuo a encaminar su decisión en determinado sentido, ni puede derivarse de ningún tipo de incentivo inapropiado». (Énfasis agregados).
Como queda claro, forzar la moral de las personas para inducirlas a la vacunación, invocando el derecho a la salud, es en el fondo un contrasentido; es, como vulgarmente se dice, desvestir a un santo para vestir a otro. Es, también, obligar a todo el personal médico a vulnerar los principios hipocráticos. La vacunación así obtenida carecería totalmente del criterio de aceptabilidad de los servicios médicos. Y si se piensa que lo que se intenta es «alcanzar la salud vulnerando la salud» por el bien de la población, aunque esta no lo quiera, recordemos la implicación que se acaba de citar de boca de la Corte sobre el consentimiento informado: «[…] alej[ar]se con ello de la visión paternalista de la medicina, centrándose más bien, en la autonomía individual […]».
Otro derecho que se vería lesionado de lleno con una medida como la aquí descrita es el derecho a no ser obligado a participar en experimentación con seres humanos. Para comprender esto, empecemos por responder lo primero: ¿es cualquier aplicación de cualquier vacuna contra la COVID-19 un caso de experimentación con seres humanos? Rotundamente, sí.
Otra manera de decir experimentación con seres humanos es realizar ensayos clínicos. El Decreto Supremo n.º 021-2017-SA, Reglamento de Ensayos Clínicos, define ensayo clínico como «[‘]toda investigación que se efectúe en seres humanos para determinar o confirmar los efectos clínicos, farmacológicos, y/o demás efectos farmacodinámicos; detectar las reacciones adversas; estudiar la absorción, distribución, metabolismo y eliminación de uno o varios productos en investigación, con el fin de determinar su eficacia y/o seguridad[‘]» (sic).
Este mismo texto normativo da cuenta de las fases de un ensayo clínico, y nos dice que son cuatro. La cuarta fase (o fase IV) consiste en el «[e]nsayo que se realiza una vez que el producto en investigación [como la vacuna] tiene registro sanitario para su comercialización […]. Proveen información adicional de la eficacia y perfil de seguridad (beneficio - riesgo) luego de su uso en grandes poblaciones durante un período prolongado de tiempo».
El 18 de diciembre de 2020 se publicó la Ley n.º 31091, por la cual se modificaba el artículo 8 de la Ley n.º 29459, Ley de los Productos Farmacéuticos, Dispositivos Médicos y Productos Sanitarios, incorporándole en resumidas cuentas esta frase: «Se otorga registro sanitario condicional por un año a los medicamentos y productos biológicos con estudios clínicos en fase III con resultados preliminares, en la prevención y tratamiento de enfermedades gravemente debilitantes o potencialmente mortales que dan lugar a una emergencia declarada por riesgos o daños a la salud pública a nivel nacional declarada por el Poder Ejecutivo o por la Organización Mundial de la Salud (OMS)».
Así, a partir de la vigencia de esa modificatoria, se le otorgaría un registro sanitario condicional a los productos farmacéuticos que tuvieran no las cuatro fases de investigación completa, sino solo hasta la tercera. Lo demás es noticia: las vacunas contra la COVID-19 de Pfizer35, Sinopharm, Johnson & Johnson y demás recibieron sus respectivos registros sanitarios condicionales; ergo, todas estaban en fase III de investigación al momento de recibir su registro. Ahora se encuentran en fase IV, investigando los efectos a largo plazo en grandes poblaciones. O sea, están experimentando con nosotros.
Lo anterior nos dice que no tenemos información sobre los posibles efectos adversos a largo plazo que las vacunas nos podrían causar, no solo en la población «común», sino en niños, lactantes, embarazadas, etc., ¿y así puede un ser humano normal tomar partido a favor de forzar a la población a vacunarse? Con este solo dato debería bastar para que un gobernante o funcionario comprometido de verdad con su gente ponga un alto a esta atrocidad que suena a nazismo antes que a protección de la población. Estamos yendo a ciegas y ahora es obligatorio ir en dirección del abismo.
Para ir más allá de mis palabras, citemos a Pfizer en el contrato con el Perú para la adquisición de vacunas: «[El Ministerio de Salud] acepta y acuerda que los esfuerzos de los [p]roveedores para desarrollar y fabricar la [v]acuna son de naturaleza especulativa, y están sujetos a riesgos e incertidumbres significativos». ¡Con qué derecho alguien puede tomar decisiones así de íntimas y riesgosas sobre nosotros, sobre nuestra familia! Todas esas personas, en especial esos pequeñuelos, por los que bien daríamos la vida ¡no significan nada para ellos, son una cifra más! ¡¿Y así obedecemos sus estulticias hechas decreto?!
Somos seres humanos, señores, tenemos dignidad, no somos sus cobayas, nuestra vida no les pertenece, nacemos libres, tenemos derechos. Derechos como los enunciados en el artículo 11 del Decreto Supremo n.º 021-2017-SA (que regula la experimentación con seres humanos), el cual, haciendo eco de los pronunciamientos de la Corte IDH, dispone que «se obtendrá y documentará el consentimiento informado por escrito libremente expresado por cada uno de los sujetos de investigación, antes de su inclusión en el ensayo clínico […]. El sujeto de investigación puede abandonar el ensayo clínico en todo momento sin ninguna justificación y sin sufrir por ello perjuicio alguno […]». (Énfasis agregado).
Ya para caer de lleno en el derecho a no ser obligado a formar parte de experimentos en seres humanos, tenemos que citar las disposiciones del Decreto Supremo n.º 011-2011-JUS, Lineamientos para garantizar el ejercicio de la bioética desde el reconocimiento de los derechos humanos, en cuyo artículo V, incisos 1, 2 y 3, dice: «En toda investigación y aplicación científica y tecnológica en torno a la vida humana se deberán considerar los siguientes principios: […] La dignidad intrínseca de la persona humana prohíbe [la] instrumentalización de esta.
La persona humana es considerada siempre como sujeto y no como objeto. […] El interés humano debe prevalecer sobre el interés de la ciencia. […] Es la ciencia la que está al servicio de la persona humana [y] no la persona humana al servicio de la ciencia». «Toda investigación y aplicación científica y tecnológica se desarrollará respetando el consentimiento previo, libre, expreso e informado de la persona interesada, basado en información adecuada. El consentimiento en tales términos supone el reconocimiento del derecho del paciente a ser tratado como persona libre y capaz de tomar sus decisiones. El consentimiento efectuado puede ser revocado en cualquier momento, sin que esto entrañe desventaja o perjuicio alguno para el paciente».
Esto es evidente: el ser humano no es un objeto de experimentación, es un sujeto de derecho libre y con un valor intrínseco superior al de la ciencia, a cuyo servicio esta se debe encaminar,y no al revés. Nadie está obligado a formar parte de un experimento, y su negativa a ello no puede acarrearle perjuicios de ningún tipo, ya que la adjudicación de situaciones desventajosas debe ser resultado de una conducta infractora, no del ejercicio regular de un derecho, como el de la libertad de elección.
Para cerrar este punto: la Constitución Política del Perú dice categóricamente que «[t]oda persona tiene derecho […] [a] la libertad y a la seguridad personales[, e]n consecuencia[,] [n]adie está obligado a hacer lo que la ley no manda ni impedido de hacer lo que ella no prohíbe»39, y como la ley no solo no manda que las personas se sometan a vacunas experimentales, sino que, por el contrario, son libres de participar o no en experimentos, nadie está (ni debe estar) obligado, directa ni indirectamente, formar parte de este ensayo clínico masivo y descarado. Este derecho existe y la medida en cuestión lo conculca del todo, por no decir que lo manda a la basura sin mirar atrás.
Ahora bien, en cuanto atañe al derecho a la paz y a la tranquilidad, voy a tocar un asunto que es muy serio, no obstante lo cual, normalmente se ve envuelto en un contexto burlesco, irrisorio y que tiende a opacar la parte delicada del tema (la que tiene incidencia jurídica). Según el censo de 2017, cuyos resultados fueron publicados por el INEÍ40, «del total de la población de 12 y más años de edad, 17 millones 635 mil 339 (76,0 %) personas profesan la religión [c]atólica, 3 millones 264 mil 819 (14,1 %) la [e]vangélica, 1 millón 115 mil 872 (4,8 %) cree en otra religión ([c]ristian[a], [a]dventista, [t]estigo[s] de Jehová y [m]ormón[a], [i]sraelita, [b]udis[ta], [j]udaísmo y [m]ulsulmán[a])»41. Es decir, varios millones de personas tiene a la Biblia como su (o un) libro sagrado.
En el Libro de las Revelaciones (Apocalipsis), capítulo 14, versículos 16 y 17, dice: «Y pone bajo obligación a todas las personas —los pequeños y los grandes, y los ricos y los pobres, y los libres y los esclavos— para que a estas se dé una marca en su mano derecha o sobre su frente, y para que nadie pueda comprar o vender salvo la persona que tenga la marca, el nombre de la bestia salvaje o el número de su nombre».
Ahora, yo no estoy sugiriendo que el anticristo habite en el Gobierno de turno ni disparate parecido, lo que quiero señalar es la anecdótica similitud que un feligrés cristiano podría hallar entre la situación que se está gestando con el decreto 168 y lo que narra el apocalipsis bíblico, a la “luz” de todas las cosas que se dicen por redes sociales sobre la implantación de chips por medio de las vacunas, y otras ideas más que rayan con la demencia, pero que al grueso de la gente le gusta acariciar en su mente; y cómo todo ello puede afectar la salud mental colectiva y acaso el orden público.
Todas estas personas, que no son dos o tres, al ser forzadas a vacunarse so pena de no poder acceder a ciertos bienes, servicios o lugares, se hallarían en una posición donde figurarse el mundo actual como el escenario del fin bíblico sería algo más que probable y, con razón o sin ella, se verían expuestas innecesariamente a la angustia, es decir, a la pérdida de la paz y la tranquilidad a que tienen derecho según la Constitución. Por otra parte, aquellos quienes sabemos que incluso la comunidad científica desconoce los posibles efectos adversos a largo plazo de estas vacunas también nos vemos expuestos a la angustia por lo que pueda ocurrir en nuestra salud.
Finalmente, he de referirme a los derechos a la y igualdad y a la no discriminación. Una vez más, de acuerdo con la Corte IDH, «[e]l principio de igualdad y no discriminación posee un carácter fundamental para la salvaguardia de los derechos humanos tanto en el derecho internacional como en el interno. Por consiguiente, los Estados tienen la obligación de no introducir en su ordenamiento jurídico regulaciones discriminatorias, de eliminar de dicho ordenamiento las regulaciones de carácter discriminatorio y de combatir las prácticas discriminatorias».
«La noción de igualdad se desprende directamente de la unidad de naturaleza del género humano y es inseparable de la dignidad esencial de la persona, frente a la cual es incompatible toda situación que, por considerar superior a un determinado grupo, conduzca a tratarlo con privilegio; o que, a la inversa, por considerarlo inferior, lo trate con hostilidad o de cualquier forma lo discrimine del goce de derechos que sí se reconocen a quienes no se consideran incursos en tal situación de inferioridad»
«Sin embargo, por lo mismo que la igualdad y la no discriminación se desprenden de la idea de unidad de dignidad y naturaleza de la persona es preciso concluir que no todo tratamiento jurídico diferente es propiamente discriminatorio, porque no toda distinción de trato puede considerarse ofensiva, por sí misma, de la dignidad humana. Ya la Corte Europea de Derechos Humanos basándose "en los principios que pueden deducirse de la práctica jurídica de un gran número de Estados democráticos" definió que sólo es discriminatoria una distinción cuando "carece de justificación objetiva y razonable" […].
Existen, en efecto, ciertas desigualdades de hecho que legítimamente pueden traducirse en desigualdades de tratamiento jurídico, sin que tales situaciones contraríen la justicia»
Ahora bien, alguna de esas desigualdades justificadas ¿puede basarse en la condición de salud de los individuos, es decir, en el hecho de tener una enfermedad como el VIH o la COVID-19? La Corte IDH dijo que no. Trasuntaré a continuación parte de la sentencia del caso Gonzales Lluy y otros versus el Ecuador
252. Teniendo en cuenta estos elementos, la Corte constata que la decisión adoptada a nivel interno tuvo como fundamento principal la situación médica de Talía asociada tanto a la púrpura trombocitopénica idiopática como al VIH; por lo cual este Tribunal concluye que se realizó una diferencia de trato basada en la condición de salud de Talía.
Para determinar si dicha diferencia de trato constituyó discriminación, a continuación se analizará la justificación que hizo el Estado para efectuarla, es decir, la alegada protección de la seguridad de los demás niños.
253. La Convención Americana no contiene una definición explícita del concepto de “discriminación”, sin embargo, a partir de diversas referencias en el corpus iuris en la materia, la Corte ha señalado que la discriminación se relaciona con: toda distinción, exclusión, restricción o preferencia que se basen en determinados motivos, como la raza, el color, el sexo, el idioma, la religión, la opinión política o de otra índole, el origen nacional o social, la propiedad, el nacimiento o cualquier otra condición social, y que tengan por objeto o por resultado anular o menoscabar el reconocimiento, goce o ejercicio, en condiciones de igualdad, de los derechos humanos y libertades fundamentales de todas las personas.
254. Algunos de los principales tratados internacionales de derechos humanos se han interpretado de tal manera que incluyen el VIH como motivo por el cual está prohibida la discriminación. Por ejemplo, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales prohíbe la discriminación por diversos motivos, incluyendo “cualquier otra condición social”, y el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones Unidas ha confirmado que el “estado de salud (incluidos el VIH/SIDA)” es un motivo prohibido de discriminación.
El Comité de los Derechos del Niño ha llegado a la misma conclusión en relación con el artículo 2 de la Convención sobre los Derechos del Niño y también la antigua Comisión de Derechos Humanos señaló que la discriminación, actual o presunta, contra las personas con VIH/SIDA o con cualquier otra condición médica se encuentra tutelada al interior de otras condiciones sociales presentes en las cláusulas antidiscriminación. Los Relatores Especiales de la ONU sobre el derecho a la salud han adoptado esta postura.
255. En el marco de este corpus iuris en la materia, la Corte considera que el VIH es un motivo por el cual está prohibida la discriminación en el marco del término “otra condición social” establecido en el artículo 1.1 de la Convención Americana.
En esta protección contra la discriminación bajo “otra condición social” se encuentra asimismo la condición de persona con VIH como aspecto potencialmente generador de discapacidad en aquellos casos donde, además de las afectaciones orgánicas emanadas del VIH, existan barreras económicas, sociales o de otra índole derivadas del VIH que afecten su desarrollo y participación en la sociedad […].
«El Tribunal recuerda que los criterios específicos en virtud de los cuales está prohibido discriminar, según el artículo 1.1 de la Convención Americana, no son un listado taxativo o limitativo sino meramente enunciativo. Por el contrario, la redacción de dicho artículo deja abiertos los criterios con la inclusión del término “otra condición social” para incorporar así a otras categorías que no hubiesen sido explícitamente indicadas»
(Todos los énfasis han sido agregados).
Entonces, tener VIH, tener COVID-19, tener TBC, etc., no pueden justificar medidas discriminatorias, privativas de la participación en la vida política, económica, social y cultural de la nación. Claro, ello tampoco significa que no se vaya a hacer nada, pero lo que fuere a hacerse tiene que ser razonable, enmarcado en lo jurídicamente posible, descartando medidas inadecuadas e innecesarias. En el presente caso se actúa como si no estar vacunado implicara de suyo tener COVID o no (poder) ser inmune (ya), perdiendo de vista que la inmunidad no asegura no contagiarse ni no contagiar.
Así pues, haciendo un balance entre los beneficios de forzar la moral de la población para vacunarse (inmunidad incierta48) y los perjuicios y el nivel de lesión de sus derechos fundamentales (riesgos secundarios significativos, supresión de la dignidad por cosificación experimental, ostracismo y discriminación, perturbación de la paz y un insondable etcétera); la inconstitucionalidad de la medida es más notoria que la luz del sol a medio día, y no podemos quedar impertérritos frente a las consecuencias de ello.
Si bien el Tribunal Constitucional tiene dicho49 que los órganos de la Administración (diferentes de la judicatura) no pueden ejercer el llamado control difuso (o sea, la inaplicación de normas contrarias a la Constitución, prefiriendo esta a aquellas en el caso concreto), la Corte Interamericana de Derechos Humanos (cuyo criterio debe primar por sobre el del TC) dice que tanto los jueces como cualquier autoridad pública pueden y deben llevar a cabo el control de convencionalidad (es decir, la inaplicación de normas contrarias a la Convención Americana de Derechos Humanos y a los pronunciamientos de la Corte IDH):
«Cuando un Estado es [p]arte de un tratado internacional como la Convención Americana, todos sus órganos, incluidos sus jueces, están sometidos a aquél, lo cual les obliga a velar por que los efectos de las disposiciones de la Convención no se vean mermados por la aplicación de normas contrarias a su objeto y fin, por lo que los jueces y órganos vinculados a la administración de justicia en todos los niveles están en la obligación de ejercer ex officio un “control de convencionalidad” entre las normas internas y la Convención Americana, evidentemente en el marco de sus respectivas competencias y de las regulaciones procesales correspondientes[,] y[,] en esta tarea, deben tener en cuenta no solamente el tratado, sino también la interpretación que del mismo ha hecho la Corte Interamericana, intérprete última de la Convención Americana».
«[Ahora bien,] la protección de los derechos humanos constituye un límite infranqueable a la regla de mayorías, es decir, a la esfera de lo “susceptible de ser decidido” por parte de las mayorías en instancias democráticas, en las cuales también debe primar un “control de convencionalidad” (supra párr. 193), que es función y tarea de cualquier autoridad pública y no sólo del Poder Judicial»53.
(Todos los énfasis fueron agregados).
Más claro, ni el agua. El pedido esencial de esta carta, como lo dije al inicio, es que realicen un acto de genuina consciencia, sumándose a la defensa de la población y del estado constitucional de derecho. Aquí tienen razones de sobra para ejercer las funciones que la Constitución, la ley y la Corte IDH les confieren de cara a la inaplicación del decreto 168 y de toda norma que, en su misma línea, vulnere los derechos de sus administrados. También lo dije ya y me torno más enfático ahora: están experimentando con nosotros. Esto no es un juego, señores, eso hacían los nazis, y por ello fueron sentenciados a muerte en Núremberg (así que a quienes proponen la muerte civil por no estar uno vacunado, bien les habría correspondido la muerte biológica en aquel entonces; pero muy pronto todo esto será llevado a juicio y los responsables tendrán que dar la cara).
Ustedes, apreciados destinatarios de esta carta, son el Estado, le hacen actuar y hablar, omitir y callar; son sus amarras y el viento en sus velas. No permitan que se vuelva un lobo para nosotros, para sus hijos, para ustedes mismos. El Estado es un sueño, ustedes son los soñadores y actualmente parece una pesadilla; despierten, por favor.
Esperando que estas líneas hayan servido de ocasión para la honda reflexión que la situación nacional y mundial amerita, quedo a la espera de los resultados, si acaso no de una respuesta favorable.
Dios los guarde a ustedes y a sus seres queridos.
Atte.,
Gustavo Enrique Yabar Hermoza
Abogado